Archive for abril 21, 2010

PALABRAS PARA UN AMIGO

PEQUEÑA HISTORIA DE MIERDA

Puzzle


Hace unos instantes pensé en mi vida como un rompecabezas, la imagen no me desagradó porque poco a poco, creo que por fin, todo va cayendo en su lugar y la imagen de fondo se distingue (me parece que se trata de un ornitorrinco gigante destruyendo Nueva York, aunque pudiera ser también una silla), y me da gusto porque aunque me falta acomodar algunas piezas como la disciplina, la sensatez y la tranquilidad, por ejemplo, ya tengo algunas muy importantes como la familia, la imaginación, y el tiempo, que, como dice la canción, está de mi lado.

Francisco Aragón Díaz

In Memoriam

LOS TRAZOS APÓCRIFOS


En cierta ocasión le pidieron a Francisco de Quevedo que explicara una pintura del Bosco cuando éste expuso su Jardín de las Delicias Terrenales a los ojos de todas las Españas. Quevedo fue cauto, por no decir templado: “por que nunca –dijo- había creído que existieran demonios deveras”. El comentario del español pone en evidencia lo difícil que resulta hablar sobre una obra de arte. No es simple. La antigua retórica ordena al orador que al describir una obra de arte ésta debe ser tan exacta que el escucha debe “ver” el objeto ausente como si realmente estuviera presente, solo entonces puede decirse que la écfrasis es exitosa. Hablar de una pintura, describir sus trazos, dedicar palabras a la combinación de los colores, a las formas, a los símbolos; implica, necesariamente, acercarse al misterio y al engranaje de una enfermedad mental: la sinestesia, esa rara afección que obliga al enfermo a paladear los colores, a oler los trazos, a escuchar las formas. La écfrasis, se explica como un esfuerzo por traducir con palabras los delirios de la sinestesia. Enfermedad decimonónica no cabe duda, pero conocida veinte siglos atrás en las furias de Pigmalión y de Orfeo. Leo Spitzer dice que el futuro de las ciencias críticas está en la écfrasis, en la interconexión, irremediable, de todas las formas de arte y de su crítica; ahora, el afanoso y envidioso crítico literario no solamente debe acceder a las catacumbas del texto sino exiliar la mirada a los trazos de una canción, de una sinfonía, a los trayectorias de una pintura, ampliar el paradigma ¿o acaso las artes todas se cocinan cada cual por separado? ¿acaso las artes son independientes unas de otras? No, dice Spitzer, el caldero hierve y dentro del calor creativo no podemos meter la mano y descifrar por separado un arte de otro, tenemos que pensar en conjunto, dejar de lado el método como propone la horda posmoderna, desde los ecologistas hasta los adoradores de la seducción y el caos. En el fondo todo es muy confuso, es cierto, pero no por eso deja de ser interesante. En fin, se pueden argumentar muchas cosas: la sinestesia es una enfermedad mental, la écfrasis es la vanguardia de los discursos interdisciplinarios, también, y esto es lo importante, al menos para los primordiales, argumentar que la pinturas de Ome Tochtli tienen un motivo para suponer que el sol no es el mismo cada día, que el diagrama de la locura es del grueso de un color, que el sexo dispuesto está siempre en el abismo del instante, que de vez en cuando los colores se van y se queda esa memoria que insiste en reinventarse. Se puede argumentar también una interpretación, un esfuerzo por descubrir la influencias, probar que las imágenes de Escher se mezclan con las formas de De Chirico en un cuadro Martín, sin embargo eso es pedir demasiado, no sabremos nunca definir sus influencias, buscar las sinápsis creativas en la obra de arte es como perseguir los simulacros de Lucrecio o tratar de adivinar los pensamientos de Gilgamesh, dejemos esos excesos para Jacob Buckhardt que decía saber exactamente qué pensaba en su soledades Constantino el grande. En los cuadros de Ome Tochtli los colores se te escapan, las mujeres de perfil sesgadas a la izquierda no te miran, las escaleras no se bajan y los caracoles nada saben del reino de los muertos. Y qué decir, además, de los Armatostes. Así es, todavía faltan los Armatostes. Un Armatoste según definición regular de los diccionarios, es todo aquel objeto grande y de poca utilidad, estorboso y viejo; una segunda definición dice que son aquellas personas corpulentas qué para nada sirven (habrá que decir también que hay personas que no son corpulentas y tampoco sirven para nada). En fin, un Armatoste, por tanto, es aquello que alguna vez tuvo determinado uso pero por diferentes razones deja de tenerlo y no tiene ya utilidad específica. ”Quita ese armatoste de aquí” solemos decir cuando algo voluminoso nos hace menos el espacio o nos impide el paso, también decimos que es un Armatoste las ruinas de una iglesia o de una fábrica abandonada, el socavón de una mina o de una antigua hacienda: reflejos esqueléticos y herrumbrosos de un pasado del cual no queremos saber nada y sin embargo están ahí, necios, enormes, fastidiosos; como recordando que el pasado, ese vientre del alma, está ahí, esperando, silencioso, presente. Pero los Armatostes no solo son cosas voluminosas o personas inútiles también tienen un símil en el terreno de la ideas, hay teorías estéticas o corrientes filosóficas que en su momento fueron útiles y necesarias y sin embargo ahora no producen diálogo alguno y todos las tachan de imprecisas o hiperbólicas; lo mismo sucede con algunas categorías, como la Historia, La teoría literaria o la idea de Dios, las han vilipendiado y las han asesinado, y sin embargo, están ahí, presentes en la mente de millones de personas. Así las esculturas de Martín, esos Armatostes que inventan una música sin sonidos, una melodía que todos saben escuchar pero nadie quiere comprender, ¿será necesario explicar los mecanismos del caos para comprender el orden de las ideas? No se trata de un Química demente, o de una física insensata, se trata solo del caos que ordena, del orden de la finitud, del incesante respirar del tiempo, de ese tiempo que te hace sudar hacia dentro. En fin: entre engranes y cuerdas armatostéicas las ideas surgen y entonces precede la teoría que afirma: el sol que nos descubre no es el mismo cada día, lo dijimos al principio, y no es que repitamos los argumentos de Heráclito: en realidad el sol que nos alumbra es otro cada día, siempre es diferente y tiene una naturaleza distinta. No es que sea uno y el mismo, y la derivación infinita de sus átomos lo hagan diferente, se trata de decir que el sol es siempre otro, diferente al de mañana y al de ayer: no es un sol girando en una necia elipse sino diferentes soles en una constante línea recta al infinito. Así son las ideas que se desprenden de la contemplación de los Armatostes, de su detenido trazo, de su signo hermético, de su hélice y su lente. Martín Gallegos es extremo no cabe duda, otros dirían que hiperbólico como todos los poetas, algunos más dirán que exagerado, dudo que a él le importen las babas del diabólico, la ingesta de adjetivos y la superproducción de cibernéticas imágenes. Borges decía que uno termina pareciéndose íntimamente a su enemigo, que bajo la diestra del Señor los antagonistas son las dos caras de una misma moneda, ignoro si Martín tenga enemigos, pero si tal antagonista existe entonces no puede ser otro que ese íntimo que dibuja eso trazos apócrifos, sin dueño, sin casa y con mujeres que miran a la siniestra, con escaleras que no pueden subirse y con esculturas en donde los sonidos arrecian las pasiones y desordenan las hipérboles; a final de cuentas la obra es un espejo, y un espejo, no cabe duda, es lo que perseguimos todos en la vida: un reflejo de nosotros mismos. Desde hace décadas eso es la obra de Ome Tochtli un enorme espejo, vertical estanque, en donde el abismo tiene luz, color y un rostro: nuestro rostro.

Marco Antonio Rivera Chávez

http://rodericusbyte.blogspot.com

Otoño


Y mientras paseaba por las calles del centro se preguntó si no sería más feliz en otro lugar, donde las personas no fueran lo que los demás quieren ver, sino lo que son, donde amar significara sólo eso, amar. Donde no existan los contextos, ni las comillas. Donde decir sea lo mismo que pensar -en alto-. Donde no se estudia lo que se va a hacer ni lo que se va a decir, para simplemente dejarse hacer. Pero si ese lugar existía, dónde podría estar, dónde encontrar alguien que quiera acompañarle -si no decide ir solo-. Tengo la sensación de haber estado allí, lo siento como la certeza de que existo en este lugar, en esta calle vacía del centro, sin embargo estoy tan perdido como los únicos turistas que deambulan este cementerio de piedras, sin explicarse el vacío de gente, el vacío de ruido. La catedral, pregunta el más atrevido de ellos. La catedral, suspiras tú. Ensimismados observan la delicadeza de tu rostro, el cuerpo esquelético que en otro tiempo pudo ser esbelto y bello. Ahora sólo ven tus canas y las arrugas que decoran tu frente. Sólo ven la amenaza de la vejez. La muerte acechando la calle sombría. Y tus ropajes raídos les alejan de ti mientras sigues murmurando entre suspiros “la catedral, la catedral”. Crees oír mientras se alejan palabras vacías de compañerismo, palabras a la deriva entre la compasión y el miedo. Pero no te importa lo que digan, aprendiste de tu abuelo que “a palabras necias bastan oídos sordo”. Y eso fue lo que hiciste, cerrar tus oídos a sus puñales. Abrir tu alma a su perdición. La catedral -gritaste en un aullido ronco-. Ellos miraron asustados al lobo al que acababas de invocar y se alejaron con prisa. Agachado en la oscuridad, con las rodillas fijas en el suelo observabas la luna con una sonrisa torcida. Qué bella era, dónde estará ahora. En qué lugar de esta ciudad dorada podría encontrarla. La memoria te regalaba entonces momentos de otra era, de otra vida que era ya un racimo de uvas pasas secadas después del ocaso. Dónde está, suplicabas a la luna. Y ella te devolvía su luz, como si se tratase de un foco, iluminándote en aquella espesa noche de otoño. El viento arrastraba las hojas de los árboles recién caídas. Y tu abrigo marrón oscuro, como el traje de un zorro, bailaba a su compás. Te rozaba la cara como una caricia fría, y tú la disfrutabas como si fuera la última. Un último aliento, un remanso de paz. Cerrando los ojos para imaginar el escenario en el que querrías vivirla. O revivirla. Habla, luna, habla -implorabas-. Pero la luna no te devolvía más que su cegadora luz apuntándote acusadora. -Yo no lo hice, luna. No me mires así.- Y rompiste a llorar en la noche, a llorar como un niño al que la madre acusa de haber roto el jarrón tan bonito, recuerdo de un pariente lejano. Y lloraste una luna, y otra y otra más. Lloraste el río que rodeaba la ciudad y bañaste a todos los que te acusaban de no asearte, de llevar el pelo enmarañado y de oler mal. La luna desapareció del cielo y tú te levantaste cansado y vencido, como el boxeador derribado en primer combate. Avergonzado por tu cobardía emprendiste el rumbo de cada día, aunque no lo recordaras. Y pasaste frente a la floristería y el aroma de las flores salió a recibirte cuando una mujer cargada con un ramo de rosas abrió la puerta, y sonó un tintineo. Trataste de imaginar quién las recibiría y la seguiste queriendo descubrirlo. Pero un cerrojo te lo impidió y proseguiste tu ruta. El hombre que vendía periódicos te saludó amablemente, le devolviste el saludo pero no le reconociste. Ya estabas perdido. Hace rato que te habías perdido. ¿Cómo está hoy? -te preguntó- y tú respondiste con un movimiento de cabeza. En ese momento llegó clientela y el señor de los periódicos continuó su labor. Avanzaste un par de metros para detenerte de golpe. Pensativo. Te giraste y bruscamente te abalanzaste sobre el hombre de los periódicos. Dónde está -preguntaste- dónde está. Se lo dije ayer, ¿no se acuerda?. Le miraste ausente. Está en el jardín que rodea la catedral, allí quiso usted que la enterraran. La catedral, suspiraste. La catedral. Los seres humanos están perdidos, sabe usted. Y mientras tu silueta vieja y oscura iba siendo absorbida por las calles del centro pensabas si no serías más feliz en otro lugar.

Ainara Méndez

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